Nota: 7.5 sobre 10
La Sala Becket programa, una vez más, un texto de Juan Mayorga. En esta ocasión nos deleitan con el misterio e ingenio de “El chico de la última fila”. La obra además está dirigida por Andrés Lima, con quien Mayorga ya había colaborado con anterioridad y que espera, y cito textualmente: “(…) que como espectadores hagamos un viaje desde los ojos de la creación artística.”
El chico de la última fila, una puesta en escena a destacar
Una de las cosas más destacables del montaje es la puesta en escena. La escenografía es sencilla y efectiva: un sofá, una mesa, alguna silla y una tela vaporosa que con diferentes colocaciones nos transporta a distintas localizaciones.
El atrezzo es prácticamente nulo, sobre todo vemos libros y papeles que van inundando la escena y que son manipulados en relación a la importancia que tienen para la historia. Destaca el uso de “elementos invisibles” por parte de los actores y actrices. La manipulación de los mismos es perfecta, tan bien definida que no te hace falta la existencia de los mismos para verlos.
Dos horas de dinamismo que el elenco defiende estoicamente
Los actores y actrices están prácticamente siempre en escena, intercalando las situaciones a tiempo real con las escenas narradas. El foco de la historia va cambiando de personajes y se intercala con congelación o cámara lenta. De esta manera se consigue dar más o menos importancia a lo que va sucediendo según quien está en movimiento o narrando.
Los cambios de mobiliario y el uso de las telas, sumado a los efectos de sonido y las luces perfectamente sincronizadas, consiguen que la obra resulte dinámica y enérgica. Y aunque en algún momento el frenético ritmo de la misma pueda ser algo abrumador e incluso propiciar algún lapsus o solapamiento de texto, la verdad es que es de alabar el trabajo del elenco manteniendo el ritmo durante dos horas.
Una creación de personajes peculiar
La creación de personajes es algo dispar, algunos se mueven en la naturalidad extrema y otros en un lenguaje que en ocasiones roza la performance. Pero lo cierto es que están bien definidos y funcionan en consonancia con el montaje y el ritmo de la pieza. Y si bien es cierto que a ratos son notables las diferencias de método de trabajo interpretativo, en general siempre es de disfrute ver como cada intérprete explota lo mejor que tiene, ya sea una expresión corporal excelente o una naturalidad que te transporta a una conversación en el salón de casa.
Y de eso trata “El chico de la última fila”, de entrar en casas ajenas, de aprender observando y observar cómo se aprende, de diferentes puntos de vista y maneras de hacer, de mezclar vida y literatura, de narrar historias y el poder de manipulación que ello ofrece.