Crítica de Nicolás Larruy
Nota: 8.5 sobre 10
Llega una obra de teatro a Barcelona que está inspirada en el autor Stefan Zweig: Una hora en la vida de Stefan Zweig en la Sala Beckett.
En una habitación sòbria, un despacho con un pequeño salón, un juego de ajedrez con una partida a medio jugar, libros… la habitación podria estar en una casa en Viena, en Berlín, en Londres… però está en Brasil, Srefan Sweig, en su exilio, se rodea del abiente que ya le rodeaba cuando estaba en Europa. «Sin raíces somos solo una sombra».
En esta habitación Stefan Zweig y su esposa, Lotte, beben té con tranquilidad. Hablan con solemnidad, con lentitud, en un tono de voz que no demuestra emociones. Los movimientos son controlados, comedidos, lentos, cansados. Preparan su adiós con meticulosidad. No dejan nada al azar. Han estado preparando el momento con mucho tiempo. No hay dudas. El mundo que conocían se ha derrumbado y perciben que ya no tienen un lugar en él: Zweig lo tiene claro. Lotte tiene claro que no quiere vivir en un mundo sin Zweig. La decisión del suicidio es libre, pero no parece que la motivación sea la misma.
Y esta calma, esta solemnidad, se ve interrumpida por un tercer personaje. Un hombre que les trae información sobre el mundo que han dejado atrás.«La guerra nos persigue donde quiera que vayamos» Un hombre que quiere algo pero no acaba de decirlo. Sólo en momentos puntuales, Stefan Zweig pierde su flema. Quiere saber qué quiere el visitante, pero éste parece esquivar el tema una y otra vez.
En este espectáculo de Barcelona asistimos a una conversación en la que se habla de la guerra, de la persecución de las barbaridades, de las personas que intentan ayudar en medio de todo. Se menciona a Wilhelm Fürtwangler, el director de orquesta que ayudó a los músicos judíos de su orquesta a huir a Suiza y Francia. A Richard Strauss, que intentó continuar su obra, haciendo equilibrios entre la brutalidad que le rodeaba y sus propias convicciones personales. Un mundo en el que «en pleno siglo XX la humanidad ha retrocedido a la época de las cavernas» Un mundo en el que, tal como Fürtwangler intentó defender más tarde, «podemos aceptar que un artista viva al margen de su responsabilidad como persona». Zweig habla de Montaigne.
El visitante habla de William Blake. Los dos, a su manera, tienen una obsesión. El visitante hace girar su vida entorno a William Blake. Zweig utiliza a Montaigne para defender sus ideas «nuestro yo individual es lo único que podemos defender». El suicidio como una opción voluntaria, o como la única salida que les queda.
En Una hora en la vida de Stefan Zweig la conversación va girando sobre sí misma, mientras los personajes se mueven alrededor de la sala, en círculos. El visitante, con su energía, sus emociones y, sobre todo, sus deseos, hace que todos se muevan alrededor de la obsesión del visitante por Blake. Solo Lotte, que es capaz de salir y entrar de esta espiral, porque no se siente atrapada en ella, podrá romper esta dinámica. Libera a los dos hombres de una obsesión.
En esta obra de teatro hay un gran contraste entre los personajes. Stefan Zweig, de color claro, pausado, flemático, solemne. El visitante, de color oscuro, cargado de energía, de movimiento, de emoción, acelerado. Lotte, como una sombra que se mueve entre ellos, que se va mimetizando con Zweig o con el visitante, como si no tuviera personalidad y se iluminara con la persona que tiene más cerca.
Un texto muy bien escrito que empieza con una solemnidad que, como la calma antes de la tormenta, nos hace presagiar que algo va a pasar. La conversación con el visitante, que parece una espiral que gira sobre si misma sin acabar de llegar a ninguna parte, pero va aumentado en intensidad y nos mantiene en alerta. Una dirección que mueve a los actores siguiendo la espiral del diálogo. Un montaje que deja al espectador que tome sus propias conclusiones la mayor parte del tiempo.
Solamente hay un momento en que, como en una mala película de crímenes donde el asesino nos justifica todas sus acciones, Lotte nos explica el por qué de sus actos, con todo detalle. Por un momento, parece que Lotte sí tiene algo más en su interior que una devoción y una admiración absolutas por Zweig. Pero rápidamente volvemos a la solemnidad, a la contención, a la flema. El mundo queda más allá del jardín de la finca. Todas las cartas de despedida y todos los documentos ya están preparados sobre la mesa. Junto a ellos, el veneno para el suicidio. Un suicidio que es una decisión libre. “Nuestro yo individual es lo único que podemos defender”.
Una gran interpretación de Roberto Quintana (Stefan Zweig), Celia Vioque (Lotte) y Gregor Acuña-Pohl (visitante Friedman – Wolff), apoyados por una muy buena caracterización. Un gran trabajo de peluquería, maquillaje y vestuario.
Un escenario reducido, con el público muy cerca de los actores, que nos hace sentir parte de la obra, como si fuéramos otro invitado no deseado, un convidado de piedra que está presente pero no puede intervenir. El público, sentado alrededor de la sala de Zweig, se convierte en las paredes de este espacio. Unas paredes con ojos que, con la iluminación de las lámparas de la sala, convierten un salón acogedor en un lugar un poco inquietante.
Una obra de teatro de Barcelona que plantea muchas preguntas sobre la responsabilidad de cada uno, sobre las obsesiones, sobre la libertad de elección, sobre la manipulación…